
Un cuento para mirar desde dentro
La niña que quería estudiar la luz
Esta es la historia de una niña que conforme va creciendo observa cómo ha ido viviendo de ilusiones y fantasías que se han ido desvaneciendo.
La hicieron creer en personajes inexistentes y figuras inalcanzables y cuando al crecer quiso seguir creyendo en ellos, comenzaron a decirle que no nada de aquello era real y que volviera a posar sus piececitos de hada en la tierra.
Siendo adolescente se negaba a ver la realidad porque le parecían muchas más bellas aquellas historias con las que creció. La reconfortaban y la hacían creer en un mundo donde el bien siempre permanecía sobre el mal.
Le habían enseñado a polarizarlo todo, lo bueno frente a lo malo, lo bello y lo feo, lo femenino y lo masculino, el odio y el amor, la razón frente al sentimiento…así que para ella enfrentarse a la realidad la sumergió en un mar de contradicciones y decidió seguir escondida en aquel mundo de fantasías que durante tantos años le habían fabricado a su alrededor.
Decidió que la fantasía sería su realidad.
Durante muchos años vivió confinada en una casa de gruesos y altos muros, con unos grandes jardines, nada podían hacer sus padres para recobrarla.
Habían acudido a médicos y curanderos de muchos países sin el resultado esperado, así que optaron por dejarla vivir en su locura.
Para sus padres aquello era un acto de amor, allí al menos estaría bien; cuidada y vigilada para que no pudiera hacerse daño a sí misma. Pero y cuando ellos no estuvieran, ¿qué sería de su hija?
No obstante la realidad avanzaba como si de una gran nube gris y oscura se tratara, impidiendo que la chica pudiera ver el sol por las mañanas y la luna y las estrellas por las noches.
Era como si el día estuviera desapareciendo para dar lugar a una eterna noche en el interior de sus muros; las velas permanecían encendidas a todas horas y, en muchas ocasiones, eran sus compañeras en sus largos paseos por los jardines.
Vivían en un castillo.
Su padre lo heredó de su abuelo y, en el mismo paquete, el título de Conde de los Siete Vientos. Título que ella misma heredaría aunque hasta esos momentos de su vida fuera algo en lo que ni advertía.
Sería la primera condesa de los Siete Vientos de todo su linaje.
Pero sus preocupaciones eran otras.
La chica lloraba y lloraba porque era imposible no advertir que el sol y la estrellas habían desaparecido y que las flores y los árboles y los campos parecían todos del mismo color grisáceo, incluso su rostro y el de las personas que vivían con ella tenían un aspecto demasiado tenebroso con la luz de la vela formando sombras que constantemente se reflejaban en ellos.
En esos instantes se dio cuenta de que deseaba saber el por qué la luz transformaba todas las cosas; aparecían nítidos los colores, las flores se abrían y los frutos crecían, incluso sus emociones eran distintas con días luminosos o de la noche al día. ¿Dónde podría estudiar todos esos fenómenos de la Naturaleza?
Su padre tenía miles de libros y sus profesores y tutores desde que era niña le habían enseñado sobre el mundo, las letras, la música, Dios…pero no recordaba que nadie le enseñara por qué una nube oscura podía cambiar el mundo de una persona, ni tan siquiera había oído historias o narraciones en los libros que había leído.
¿Sería posible que una persona muriera de tristeza por culpa de una nube que no dejaba traspasar la luz?
Pasaban los días y aquella enorme nube parecía ir oscureciéndose más y más, la realidad se ceñía sobre su cabeza, así que decidió por sí misma que tenía que salir de allí, viajar lejos dejando aquella negra e inquietante nube atrás. Nada más parecía consolarla, deseaba marcharse.
Siempre creyó que viviría allí hasta el día en que su amor avanzara por el horizonte para llevarla a tierras maravillosas donde sería la mujer más feliz del mundo.
Pero aquella nube parecía perseguirla allá a donde fuera. Empeñada como estaba en salvarguardar su mundo de fantasías e ilusiones no se daba cuenta de lo que la rodeaba, solo veía aquella nube y cuanto más pretendía correr y huir de ella más negra se hacía. Un día, exhausta del viaje y con la vista nublada por mantener la mirada fija siempre en aquella negrura, decidió que pararían en una aldea y que se encerraría durante unos días en alguna posada para ver si así la nube se cansaba de esperarla y proseguía su camino hacia quién sabía qué lugar.
Todos los días miraba unos segundos por la ventana para ver si podía ver el sol o las estrellas; pero volvía a cerrarla a cal y canto en cuanto se daba cuenta de que seguía sin poder verlos.
Sus padres le escribían cartas que recibía a menudo, pero por alguna razón habían decidido p